Las fuerzas de seguridad han vuelto

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Las fuerzas de seguridad han vuelto

Por: Víctor Beltri | Excelsior

Fotografía: Excelsior

Una imagen dice más que mil palabras. El video que circuló la semana pasada, en el que pudimos apreciar las condiciones reales en las que opera la Guardia Nacional del presidente López Obrador, no deja lugar a mayores dudas. La falta de higiene, la escasez en los suministros, el personal que busca descansar en el piso de un estacionamiento sucio y abandonado, utilizando las banquetas a manera de almohadas. 

 La miseria, la desesperación; el llamado de auxilio a una sociedad que no ha encontrado —todavía— motivo alguno para sentir gratitud con un cuerpo de seguridad cuyo encargo no incluye la seguridad de la ciudadanía, sino el cumplimiento de los caprichos del Presidente en funciones. 

Los uniformes grises están por todos lados, pero no vivimos más seguros; la Guardia Civil amedrenta a los ciudadanos, pero abraza a los criminales. 

La Guardia Nacional persigue a los migrantes, pero el mandato presidencial no le permite hacer mucho más que eso. Abrazos, y no balazos, aunque la población siga muriendo; abrazos, y no balazos, aunque las fuerzas del orden sean apedreadas por las organizaciones delictivas. Abrazos, y no balazos, aunque la estrategia de seguridad no esté funcionando; abrazos, y no balazos, aunque la ciudadanía no tenga un solo motivo para estar agradecida.  

Abrazos, y no balazos, aunque de nada nos sirva un cuerpo de seguridad que, por mandato, no puede actuar, ni cumplir con su encargo. Lo mismo con las policías locales, lo mismo con las Fuerzas Armadas que han jurado lealtad a una bandera que nos representa a todos, pero que terminaron por arrodillarse frente a un hombre cuyo cargo temporal les asegura recursos ilimitados. Estos son los que nos cuidan en este sexenio, aunque no nos gusten ni —mucho menos— nos funcionen: en los mejores términos, ¿cuál es el respeto que se le puede tener a quienes portan uniformes que no sirven —absolutamente— de nada? ¿Cuál es la motivación de una tropa cuyo esfuerzo no sirve de nada? ¿Cuál será el entusiasmo de unas fuerzas de seguridad que duermen en un estacionamiento, y salen a la calle tan sólo para recibir insultos y pedradas? Es difícil imaginar lo que podrán sentir quienes han buscado servir a su país —y a la sociedad en la que viven sus propias familias— jugándose incluso la vida, pero ahora tienen que huir como cobardes por mandato presidencial, a pesar de contar con el armamento —y la preparación necesaria— para hacerle frente a la delincuencia que les falta al respeto todos los días, y a la que hoy no pueden responder. 

Una imagen dice más que mil palabras, pero la emoción de la ciudadanía dice mucho más. La detención —en días pasados— de uno de los narcotraficantes más icónicos de nuestra historia reciente no pasará desapercibida para nadie. La relevancia es indudable y, más allá del desenlace que tenga el proceso de extradición —o la implicación de quienes actualmente ostentan cargos importantes en el gobierno—, el resultado del operativo representa una nueva etapa no sólo para nuestras fuerzas de seguridad, quienes hoy se saben capaces de cumplir con su deber a pesar del desprestigio continuo, sino para una ciudadanía que se había acostumbrado a la mediocridad de un Presidente que había renunciado a luchar contra el crimen organizado. 

 Lo que venga, ya lo veremos: por lo pronto, los marinos han cumplido con su deber, aunque hayan sufrido la baja de 14 de sus mejores elementos. La afrenta no quedará impune, y será muy difícil volver a los abrazos después de que nuestras fuerzas de seguridad han vuelto a paladear la sangre de los enemigos del Estado, con todo el apoyo —y la emoción— de una ciudadanía que ha sufrido demasiado por una política que sólo tiene sentido para quienes están coludidos con el crimen organizado. Nadie, absolutamente nadie, tiene que dormir en un estacionamiento para salir a recibir insultos usando un uniforme: nadie, tampoco, tiene que morir por el pacto inconfesable de un Presidente sin escrúpulos. 

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